Hubo un tiempo en el que mantuve la costumbre de tomar notas acerca de emociones que vivía con especial intensidad.
Cualquier papel era válido para tratar de grabar de forma frenética ese pedazo de pasado cuya fugacidad amenazaba con hacerlo efímero en la memoria. Bonos de guagua, tiques de supermercados, cajas de medicamentos o billetes de embarque de algún que otro vuelo se convirtieron en depositarios de recuerdos que habrían de ser rescatados en algún momento.
El destino de esos papeles fue un pequeño cofre que guardé con cierto celo, condenando al ostracismo aquello que en su día pensé que merecía la pena conservar. Hoy he decidido enterrar parte del contenido de ese cofre en otro tipo de recipiente, en mi isla interior.
Tengo que confesar que a veces, cuando tomo uno de esos retazos, veo en ellos más una muestra de ingenuidad y locura que el pasado que pretendía congelar. Supongo que, siendo así para mí mismo, poco significado tendrán para otras personas que se tropezaron con ellos, con la salvedad de aquellas que se atrevieron a pedir o fueron víctimas de una explicación.
Sin más, me dispongo a navegar por el mar que circunda mi isla con la esperanza de ver otra tierra, quizá otra isla que junto a la mía forme parte de un archipiélago.
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